Es adecuado, al analizar los aspectos referidos a participación, remontarnos a nuestras primeras etapas en la vida. ¿Se imaginan a sus padres consultándoles respecto de las decisiones del hogar? Creo que definitivamente la respuesta es ¡jamás! Ahora ¿qué pasa si ese niño lo cambiamos por un(a) adolescente o joven? Seguramente después de ese “jamás” se va a su pieza y publica algo en alguna red social (que no dejará muy bien parado a sus padres), buscando expresarse en espacios alternativos a aquellos que le fueron negados. Entonces ¿qué ha cambiado en la actualidad, tanto en lo social como en lo referido a las políticas públicas en Chile?
Los problemas son problemas cuando tenemos conciencia de ellos. Por ello es que una de las posibles respuestas a esta pregunta es la importancia dada a las políticas internacionales y públicas orientadas a los niños, niñas y adolescentes, donde se busca de manera racional y organizada defender la infancia y adolescencia a nivel mundial y nacional.
En Chile, la ratificación de la Convención Internacional de los Derechos del Niño, ha ido decantando en una mayor conciencia por parte de los actores políticos y sociales, y plasmándose en leyes, convenciones, pactos sociales y programas que atienden o pretenden hacerlo, distintas problemáticas y áreas relacionadas con la temática de infancia y adolescencia. Así, hay un camino avanzado, aún perfectible.
Sin embargo, es necesario analizar otro elemento en el cual se centra el presente diálogo, que se relaciona con el grado de validación otorgado por la sociedad chilena a nuestros niños, niñas y adolescentes, y el grado de expresión que poseen en la actualidad. Cuando analizamos conceptos como “menores de edad”, vemos que conllevan una carga de invalidación por parte del mundo adulto. Hoy cabe preguntarse ¿cómo lograremos construir una sociedad inclusiva con espacio para distintas expresiones, intercultural, ecológica, sostenible, feliz, no absolutista, opinante, demandante, crítica y constructiva?
Creo que esta tarea nos debe permitir, por un lado, reconocer a los niños, niñas y adolescentes como seres humanos en formación y, por otro, que esta formación es deber de cada uno de nosotros como operadores sociales y de otros actores relevantes como los padres, la comunidad escolar en su conjunto (desde director hasta los asistentes de la educación) y de todos quienes se involucran en el trabajo con la infancia. Esto es relevante, considerando que cada uno de nuestros actos u omisiones dejará huella y servirá como eslabón, tanto para perpetuar el contrato social actual o generar nuevos enlaces de nuevos pactos positivos para los niños, niñas y adolescentes.
En Chile, el estudio “La participación política de los y las jóvenes” a cargo del Instituto Nacional de la Juventud, INJUV, nos muestra uno de los factores que desdibujan el concepto tradicional de participación, planteando que “El desarrollo y transmisión de valores asociados a la libertad, pluralismo, tolerancia y respeto de derechos, son asumidos no desde un discurso político, sino a partir de nuevas formas de asociatividad más cercanas y adecuadas a los problemas cotidianos de los/as jóvenes”.
Lo anterior suma al mundo adulto a propiciar las nuevas prácticas nacidas desde los jóvenes, a fin de potenciar la inclusión plena de éstos en una sociedad orientada hacia la meta del desarrollo, con perspectiva humanista, sustentable, holística y del siglo XXl; especialmente importante en el caso de los adolescentes usuarios de programas de Responsabilidad Penal Adolescente (RPA), donde se observan desigualdades y falta de espacios de expresión y participación que pueden seguir postergando, castigando y silenciando sus gritos de libertad y bienestar.