La mayoría de las personas ve a sus hijos por primera vez cuando nacen. En mi caso, fue distinto pues vi el rostro de mis hijos por primera vez a sus nueve años. Ese fue el día en que iniciamos nuestra aventura de ser familia.
Mis hijos son gemelos, de actuales 10 años, que estuvieron prácticamente toda su vida en una residencia de protección. Por esas cosas extraordinarias nos conocimos, nos vinculamos, y hoy somos familia. En términos afectivos yo soy la mamá que ellos eligieron, y ellos mis hijos amados. En términos legales, están en situación de pre egreso con su tercero significativo, sin lazo consanguíneo.
Desde el principio el proceso ha sido complejo, estresante y en momentos doloroso, pero lo hemos vivido como una aventura, la más importante de nuestras vidas. Siendo lo más complejo buscar la armonía entre la idealización del ejercicio del rol materno y esta forma diferente de asumir la maternidad como un proceso.
En el que se deben priorizar sus necesidades fundamentales, aprender a conocer y a compartir sus preferencias desde el respeto de su propia identidad –la que se formó fuera de este núcleo familiar– así cobra fuerza la educación valórica familiar y la búsqueda de su adaptación e integración, por sobre los logros académicos de la educación formal. Llegando a concluir que la aventura tiene un propósito superior y es la adaptación a la vida en familia y su felicidad.
Todos queremos ser felices y que nuestros hijos lo sean. Pero es extraño decir que el principal objetivo es que se adapten a la vida en familia, convergiendo así lo personal con lo profesional, encontrándole mayor sentido a teorías y metodologías.
Y es que la larga data de institucionalización provoca la desnaturalización de la vida en familia. Los niños y niñas dejan de creer, de ilusionarse y de soñar.
Recuerdo un paseo con unos amigos y sus hijos, sentados en la “Piedra del Águila” en el Parque Nahuelbuta. Los niños comenzaron a pedir deseos, y uno de mis hijos les señaló: -“No le pidas deseos a esta piedra, eso no existe. El único que puede darme mi deseo es el juez del Tribunal”-.
Sumado a esto, la tolerancia a la frustración va desapareciendo dando paso a crisis complejas en las que la contención emocional, el afecto y la atención personalizada junto al vínculo permanente, son el único remedio que puede bajar esta ansiedad y el miedo constante al abandono donde el cariño es fundamental para empezar a creer.
Así, poco a poco se reconstruye la familia, integrando el amor y el respeto como conceptos fundamentales, además de contención y seguridad, intentando día a día resignificar la historia de vida.
Los resultados a nivel emocional quedan a la vista. Las crisis se superan, con la sensación de haber corrido una maratón emocional en la que el aliento y el agua son las sonrisas y los logros. A nivel físico avanzamos significativamente. Además de su desarrollo, ahora caminan erguidos pues ya no llevan la mochila del abandono en sus espaldas. Ya no cargan con sus penas y sus frustraciones, ahora existe una mamá, una familia y una aventura por delante.
Como sociedad civil nos falta trabajar en la inclusión a pasos agigantados. Mucho se habla de las capacidades diferentes, de la inclusión étnica y de los inmigrantes, pero aun no ponemos énfasis en la niñez vulnerada. Es recurrente escuchar “los niños del hogar” o “los niños del SENAME”, cuando estos son niños y niñas que, a mi juicio, sí debieran tener un trato diferente.
Pero no desde la discriminación, sino que desde la garantía de los derechos prioritarios, enfatizando en la inclusión. Empezando por dejar de ponerles esos apellidos dolorosos como hogar o SENAME, y así dejar de estereotipar. Considerando que la mayor parte de las veces se hace desde el desconocimiento, manteniendo así una deuda con nuestra infancia, y peor aún, con nuestra infancia vulnerada.
Los principales aprendizajes llevados a lo profesional son que siempre tenemos que trabajar desde los recursos que cada niño y niña tiene. La importancia del enfoque vincular, de no perder la postura profesional pero darnos el espacio para ser afectivos y contenedores.
Hacer sentir a cada niño y niña que estamos al servicio de sus necesidades, que son el centro de nuestra intervención. Creer en ellos y ellas con la real convicción de que nuestro trabajo puede cambiar la realidad en la que viven, que si bien ya fueron vulnerados, nosotros estamos para trabajar en la restitución de sus derechos. Pero también para dignificar y recuperar su niñez.
María José Manquez Morales
Directora
Proyectos Diagnósticos Ambulatorios
Fundación Ciudad del Niño Los Ángeles